El siglo XX, escenario de tantas modificaciones que ha dado en llamarse el “siglo de los cambios”, no fue menos en el ámbito del arte y de la cultura. Como en tantas otras áreas, los cambios en este sentido habían nacido en el siglo XIX, en que el hombre comienza a tomar conciencia de la importancia del Patrimonio Artístico que sus antecesores crearon, pero es en el XX cuando se precipitan decisivamente. Después de una devastadora II Guerra Mundial en que el odio al diferente tuvo un gran peso específico, y como antídoto a los totalitarismos que borraban la cultura propia del individuo como método para borrar la esencia de su humanidad, se llegó a la reflexión de que precisamente la cultura era el camino para el encuentro y el entendimiento. No quedaba, en realidad, lejos de lo que Dostoievski había resumido admirablemente en la célebre frase de El Idiota: “la Belleza salvará al mundo”. Una frase que tiene que ver, y mucho, con la revolución (o mejor dicho, evolución) que Juan Pablo II introdujo en el concepto de arte y cultura en el seno de la Iglesia.
La formulación, o el descubrimiento, de esa forma de ver el arte y la cultura transformó también el modo de aproximarse a ellas. Es más fácil comprender este cambio de mentalidad ante el Patrimonio cuando se piensa en la evolución de los términos que usamos para hablar de él. Mientras que en el siglo XIX se hablaba de “tesoros” y “monumentos”, ponderando su calidad artística o técnica de forma acorde con la idea del “progreso de las civilizaciones”, el pasado siglo ve nacer el más amplio concepto de “bienes culturales”. Poco a poco deja de hablarse de “Patrimonio Histórico Artístico” para hablar de “Patrimonio Cultural”, un término que va más allá de los valores estéticos y meramente materiales de los objetos. Comienzan a valorarse otros aspectos que antes pasaban desapercibidos, e incluso se da nombre a lo invisible: “Patrimonio Intangible”. Valores invisibles, sí, pero que, más allá de las formas, constituyen la esencia de la Cultura. En la esfera de lo práctico, todo ello ha ido derivando en una mejor divulgación de nuestro Patrimonio, que resulta vital para su conservación.
Juan Pablo II fue el principal artífice de esta actualización de la perspectiva ante el arte y la cultura en el seno de la Iglesia. En el caso del Catolicismo, los cambios que trajo consigo el siglo cristalizaron en el Concilio Vaticano II, que ha marcado la hoja de ruta de la necesaria renovación de la Iglesia en nuestro tiempo. En torno a la cuestión que nos ocupa, el Concilio había subrayado la importancia de la cultura en el pleno desarrollo del hombre, así como el vínculo indisoluble establecido entre la fe y el arte a través de la Verdad. El trabajo de todos los santos pontífices posteriores ha sido, en gran medida, implantar las directrices establecidas por los padres conciliares, y en ese sentido Pablo VI dió los primeros pasos, pero fue Juan Pablo II quien verdaderamente emprendió las acciones para abordar un enfoque más adecuado ante la cultura.
En realidad, no se trataba de realizar cambios, sino de redescubrir el sentido que había tenido desde siempre el arte y la cultura para la Iglesia y de formularlo de manera clara y concisa. En su aproximación al tema, Juan Pablo II se apoyó en la explicación de cómo la cultura es inherente al hombre y necesaria para su pleno desarrollo, y cómo el mensaje del Evangelio, que está destinado a todos los hombres, penetra con naturalidad en cada una de las culturas que éstos desarrollan. Ese elemento trascendente es el denominador común de las culturas, como el Pontífice exponía en su encíclica Veritatis Splendor (1993): “No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. (...) El progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser”.
Con este pensamiento, Juan Pablo II sentó las bases del concepto de “inculturación”. De forma paralela al cambio en el ámbito civil desde el concepto de “tesoro artístico” al de “bien cultural”, que había permitido la consideración de expresiones artístico-culturales antes denostadas, la inculturación supone la dignificación de todas las culturas, en cuanto expresiones del modo en que la humanidad entiende el mundo que la rodea. En otras palabras, destaca la dignidad del hombre dentro de su propia cultura, en cuyo marco, por distinto que sea del resto de culturas, está llamado a la fe. Si el hombre no puede desarrollarse completamente sin la cultura, no puede tampoco vivir la fe disociada de dicha cultura. Diría el Santo Padre: “la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”[1].
La cultura, el arte en todas sus expresiones, están impregnadas, guiadas en último término, por una búsqueda trascendental. Son, en definitiva, las formas en las que el hombre se enfrenta a las preguntas y realidades últimas de su existencia, y por ello convergen en puntos comunes. Juan Pablo II destacó cómo las artes buscan e interpretan el destello de la Verdad, y cómo por esta causa fe y arte son inseparables. Por eso, no olvidó en su enseñanza a quienes nos hacen asequible la Belleza, dirigiéndoles su Carta a los artistas en 2003, en la que recogía estas palabras: “Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte. En efecto, debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios. (...) El arte posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha. Todo esto, sin privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio”.
Toda idea necesita también materializarse en acciones concretas para dar fruto, y así, Juan Pablo II abordó cuestiones más pragmáticas no sólo en el ámbito de la inculturación, sino de la propia gestión de los bienes culturales de la Iglesia. En 1982 creaba el Consejo Pontificio para la Cultura, con una carta en la que manifestaba que “ya desde el comienzo de mi pontificado, vengo pensando que el diálogo de la Iglesia con las culturas de nuestro tiempo es un campo vital, donde se juega el destino del mundo en este ocaso del siglo XX”.
En 1993 crea también la Pontificia Comisión de los Bienes Culturales de la Iglesia (actualmente integrada en el Consejo Pontificio de la Cultura), cuya labor de reflexión en torno a la función de los museos eclesiásticos y de la naturaleza de los bienes culturales de la Iglesia han asentado las bases para iniciar el tratamiento museológico moderno de los objetos de culto. En sus directrices para los museos eclesiásticos, la Pontificia Comisión introducía un cambio en la concepción del objeto artístico, anteponiendo sus valores intrínsecos o intangibles a su belleza o perfección técnica. Desde este punto de vista, se señalaba cómo el objeto de culto, incluso el que no era de gran calidad artística, era testimonio vivo de la comunidad cristiana que lo había creado y memoria histórica del camino de la fe.
El camino por recorrer en el diálogo entre la Iglesia y el arte, y en la práctica de la gestión de sus bienes culturales, es aún hoy largo y difícil, pero el estrato conformado por Juan Pablo II nos ha legado un mástil firme al que aferrarnos. Hoy, sus sabias palabras siguen alentándonos para encontrar el entusiasmo con que seguir avanzando, sin perder de referencia en nuestra búsqueda su verdadero sentido. Y es que “el amor es como una gran fuerza escondida en el corazón de las culturas, para estimularlas a superar su finitud irremediable, abriéndose a Aquel que es su Fuente y su Término, y para enriquecerlas de plenitud, cuando se abren a su gracia” (Juan Pablo II, carta autógrafa para la institución del Consejo Pontificio para la Cultura, 1982).
[1] 16 de enero de 1982 (Discurso a los participantes en el congreso nacional de Movimiento eclesial de compromiso cultural).